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miércoles, 24 de diciembre de 2014

Y cada noche vendrá una estrella a hacerme compañía

“Y cada noche vendrá una estrella a hacerme compañía…”
Sobre las estrellas. 
El verso del título pertenece a la canción
 Si tú no vuelves, de Miguel Bosé.

Debo admitirlo, las estrellas son hermosas, mirarlas causa placer, te motivan y al mismo tiempo dan tranquilidad, generan en el alma una impresión estética. Me gusta pensar que han sido estímulo para que el cerebro desarrollara su capacidad de abstraer.

Cierto o no, lo que de ellas sabemos es una construcción; salvo su luz (radiación) hasta ahora nada podemos tocar; hay -si vale-  muy poco para ver y mucho para imaginar y deducir; si algo creemos haber comprobado es por medios indirectos. Más, tales métodos gozan del aval científico y les tomamos como válidos: suponemos lo deducido una verdad.

El brillo del cielo.
Las estrellas acuden al cielo minutos después que Sol ha desvanecido bajo el horizonte, y por la mañana se funden con el alba. Muy pocas veces se hace visible alguna estrella a plena luz. Estas son las llamadas Novas o Supernovas. Surgen de la nada, intensas brillan y, al cabo de unos días, vuelven a la nada, desaparecen.

Muchas personas preguntan, ¿están las estrellas de día?
Las estrellas están siempre pero su impacto queda oculto por el “brillo” diurno. Cuando sucede un eclipse se vuelven visibles: Luna oculta el disco solar (limbo) y el cielo azul “desaparece”; en su lugar una miríada incide con su pálida aguja. Esto ocurre a causa de un fenómeno propio de la composición de la atmósfera terrestre, generado por la dispersión de la luz solar al incidir sobre partículas que tienen un tamaño igual o menor a la longitud de onda de la luz (en el caso que nos ocupa, la azul y en los ocasos el resto de colores). Si estuviésemos parados a pleno día sobre la Luna, junto al Sol brillante veríamos estrellas zodiacales. Allí la dispersión de la luz no se produce, de modo que uno y otros astros comparten escenario sin merma en magnitud. La dispersión de la luz solar es llamada dispersión de Rayleigh (uno de los científicos que explicó el fenómeno).

La magnitud estelar es un concepto creado por un antiguo amigo, Hiparco de Nicea,  uno de los astrónomos más grandes. Hiparco (s. II a.C.) catalogó estrellas en función del brillo que percibía. Tenemos capacidad de discernir entre diversos brillos: las más brillantes fueron definidas de 1° magnitud (m); luego las de 2° y así hasta las de 6° magnitud que son las más débiles visibles a simple vista; más allá de ellas, nada (los niños y muy pocos adultos pueden observar estrellas de m7; otros animales poseen sensibilidad para ver estrellas más débiles). Recién con la invención del telescopio catalogamos estrellas de magnitud mayor, y con el desarrollo de las cámaras y el concepto de magnitud absoluta (M) debimos incluir magnitudes negativas (-), es decir, menores que 1. Veremos el concepto M más adelante.

A la capacidad del cerebro de distinguir entre magnitudes (m) de brillo disímiles (distinguir entre dos estímulos físicos de cualquier orden o naturaleza) se le llama umbral. Los científicos modernos han desarrollado una escala de magnitudes que se amolda en parte a la anterior y que varía en función logarítmica, esto es, que tiene que ver con una potencia o multiplicación regular del brillo aparente del astro observado. Así, entre estrellas de 1 magnitud existe una diferencia de 2,512 veces su brillo; entre 2 magnitudes, una diferencia de brillos 2,512 x 2,512= 6,31 veces; entre 3 magnitudes: 2,512 x 2,512 x 2,512= 15,85 veces; etcétera.

Estos conceptos sobre la magnitud estelar visual (m) no deben de asustar a nadie, son pequeños refinamientos de la técnica observacional. Por supuesto, que dos estrellas tengan diverso o igual brillo aparente en la noche (magnitud visual) nada nos dice acerca de su verdadera luminosidad. Los pensadores antiguos discutieron sobre si las diferencias en magnitud correspondían a que ellas se encontraban a diversa distancia de la Tierra, o si en verdad brillaban con variada intensidad.

Aristóteles (s. IV a.C.) había escrito “para siempre” que el universo estaba estructurado sobre esferas. Una para la Luna, una para cada planeta incluido el Sol, y una esfera final para las estrellas. Esta doctrina primó sobre los hombres por fuerza del terror y ciertas complacencias durante casi dos mil años. En ella, cada luz debía su fulgor a su intensidad. Mucho llevó aceptar que las estrellas difieren en ambas cotas: las hay en extremo lejanas y no, las hay muy luminosas y no.


La diversa distancia a la cual se hallan fue de difícil aceptación. Para comprender esto debemos conocer algunos términos muy sencillos, el primero será el de la paralaje y lo veremos en la próxima nota Y cada noche vendrá una estrella …

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