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miércoles, 16 de noviembre de 2016

Un plumazo

Un plumazo.

Buenos días, mi nombre es Sergio y amo el cielo. Mi anhelo es que alguno o alguna de ustedes, después de esta lectura, se inclinen hacia él, le conozca un poco más, tenga ganas de recorrerlo, con la vista pero también con la mente y, por qué no, con el corazón.


La noche está plagada de luces.

Hablo de la noche bajo cielos libres de contaminación lumínica. Son pocos estos cielos. El hombre va dando cuenta de cada rincón oscuro. Iluminamos la noche con luces de neón porque, es mi idea, retrocedemos como especie. Un animal que le debe al cielo su estadía sobre la faz de la Tierra, se vuelve contra él y lo oculta bajo falsas luces en pos de una supuesta seguridad que no llegará nunca por este camino.

¿Por qué digo que el hombre debe al cielo su estar acá? Porque los hombres evolucionamos y nos apoderamos del mundo en tanto que nos creamos un modo de interactuar con él, diverso del utilizado por el resto de animales. Nosotros construimos un saber que evolucionó hasta hacerse ciencia; y este saber, esta ciencia que puede con el mundo, que lo sojuzga y somete, nació con la observación minuciosa de esos astros que otrora inundaban el sueño nocturno.



La primera observación humana del cielo debe de haber acontecido en el momento mismo en que los homínidos abandonaron las espesas selvas que entonces poblaban la región centro oriental africana. Abandonamos ese edén para internarnos hacia el naciente, balbuceantes y temerosos, en un viaje de un millón de años que comprendió el entero mundo, y que hoy tantea en el espacio. Imaginemos por un momento. Hablo de una especie que ha evolucionado desde las madrigueras miserables de debajo de las raíces arbóreas, donde éramos poco menos que comadrejas, hasta las altas copas, ya parecidos a lo que ahora vemos cada mañana, al enjuagarnos los dientes en el espejo de casa. Hablo de una especie que, en ese largo asenso –de la madriguera a la copa- ha incorporado, primero, la visión nocturna, en tonos de grises, provista por los bastoncillos, tan cara a los aficionados observadores como el que escribe, y, después –mucho después, ya arriba de los mamá árboles- la visión binocular, para un salto preciso de rama en rama. Este proto homínido con pelos, cola y mañas sanas, que vivió siempre en grupo, desarrolló la visión binocular por puro accidente, porque se trasladaba de rama en rama, porque debía elegir entre una cargada de frutos y otra pobre. Tan solo porque esto pasó hace cinco o seis millones de años, es que podemos hay medir la distancia a las estrellas, por paralaje. Por el mismo truco gracias al cual, al dar un brinco, asían nuestras manos una próxima rama horizontal y no un porrazo mayúsculo. Tan solo por esto, señoras, señores, Aristarco midió el cielo, dedujo la distancia Tierra Sol y Tierra Luna.



Espero no haberlos espantado. En mis charlas me gusta que las cosas estén claras. Y no hay claridad allí donde no hay origen. El origen lo es todo. Si sé de dónde vengo, puedo saber con certeza a dónde voy. Hoy el mundo de la ciencia ignora muchas cosas. Entre ellas, si el Universo se expande o qué diantres hace. Si no sabemos esto, digo, es porque no podemos aún explicarnos cuál fue el origen. Cuando expliquemos el origen sabremos el destino. Es mi opinión.

Antes de adentrarme en lo desconocido del viaje que el hombre ha hecho hasta lograr lo que hoy sabemos del cielo, quisiera sin embargo dejar en claro que el hombre se halla sobre la Tierra por pura casualidad. No hay plan. No hay premeditación. No hay sentido, incluso, para que estemos aquí.

Veamos: ¿por qué ese proto homínido se bajó un buen día de su arbolito y se lanzó a pie a través de cuarenta mil kilómetros para darle la vuelta al mundo, y trescientos ochenta mil más para llegar a la Luna?*

Muy lejos de los deseos de Nietzsche, el hombre no se hizo a sí mismo. El proto homínido dejó los bosques porque, en realidad, estos desaparecieron. Le fueron hurtados. En pocos cientos de miles de años, lo que había ya no estaba, y esos bichos perniciosos se dijeron: uh, ug, uh, que en su lengua significa: hermanos, si nos quedamos acá seremos todos pasto de fieras, no aceptemos esta miseria de vida, rebelémonos contra la naturaleza que nos expulsa de  nuestras casas majestuosas, altas y frescas, y lancémonos a través de los eones en busca de nuestra tierra prometida, Ea, amigos, a no desfallecer, caminemos hacia el naciente, ¡promesa de un mañana mejor!

Diablos, imagino a un homínido con este poder de concisión en su plática y me ruborizo, ¡que pobre copia soy de aquél antepasado!

De modo que así fue, el valle de rift no era tal, era una llanura; los vientos del océano atlántico barrían África de oeste a este y toda esa franja era poblada por árboles, selvas; en fin, un vergel pletórico de vida. Pero la Tierra aún está caliente, en su centro, y ese calor asciende a través de las plumas, y las plumas crean quebraduras, y esas grietas son los rift, precisamente (lean un librito sobre la deriva continental, allí está todo). Cuando la quebradura se dio, una parte, la este, se alzó, y los vientos, lejos de seguir su pasó húmedo hasta el mar oriental, descargaron desde entonces su agua contra la pared de roca, y continuaron soplando secos. Allí nació el valle del rift, allí hay ahora un lago. Del lado occidental evolucionaron los simios; del lado Oriental los homínidos degeneraron en homo.

Y esto es to- to-do a-mi-gos, tan solo una plumazo –literal- en la larga historia de un mundo cualquiera que aún emite por convección el calor remanente en su núcleo.



Qué triste parece. Suena pobre. El relato de las religiones -así como el del psicoanálisis- es más rico, más reconfortante. En ellos somos los héroes y no un accidente de la historia. Pero a mí no me arredra la nada. Soy epicúreo –o quisiera serlo-, soy democriteo, es decir, me basta con lo que veo y con el momento, con disfrutar cada instante, aún este en el cual me enfrento a la vacuidad, la nada de existir porque sí. ¿Qué valores hallo en esto? Pues, los derivados de mi capacidad de conocer. Amo la ciencia, amo saber, comprender, crear mi conocimiento. Por supuesto, amo también a mis compañeros y compañeras de viaje, mis nietos, mis hijas e hijo, mis familiares, mi pareja, mis amigos, mis alumnos, la gente que no conozco y me escribe, a veces.

Y porque amo, la nada ni me va, ni me viene, le ignoro casi, si no fuera porque la tomo de límite. Límite a mis ambiciones y expectativas. La nada, lejos de desilusionarme, me infunde ánimo. Si no hubo nada y no habrá nada, ¿por qué no valorar entonces con mayor ahínco estos momentos? ¿Cómo no darle valor a cada persona si sé que somos todos un nada, un plumazo, como dije, en el tiempo y el espacio infinitos? Si la nada mandara en el subconsciente humano, ¿para qué las guerras, para qué la explotación capitalista?

Pero este debe ser un texto de astronomía.
Vuelvo a los astros...



Continuará.


*Aunque no los recorrimos en línea recta -a los kilómetros terrestres y los celestes- sino zigzagueando por valles y desiertos, por delgados istmos y por heladas tundras, por los mares y los suelos, de modo que fueron millones de kilómetros sobre la tierra –en el espacio, los viajes en línea recta son imposibles, hay que seguir orbitales: el módulo Columba que llevó al hombre a nuestro satélite recorrió algo más que 500.000 km.

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