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viernes, 15 de mayo de 2015

Las montañas de la Luna

Las montañas de la Luna


Al hablar sobre los accidentes lunares pienso en el valor de la palabra escrita y publicada. Muchas personas observaron la Luna antes que Galileo Galilei pero este profesor fue quién publicó sus consideraciones sobre los astros pispiados a través del telescopio u anteojo de marear, como entonces se le decía, inventado por un español, don Juan Roget, injustamente relegado al olvido por la historia en el nombre del holandés Lippershey.

Los primeros mapas lunares fueron dibujados por el simpático señor Gilbert –Gilbert fue un científico que estudió diversos temas, entre ellos el magnetismo. Aún antes se había observado la Luna con ayuda de lentes; entre ellos, Leonardo Da Vinci. Harriot realizó unos cuantos dibujos y, al fin, Galileo “veni, vidi,…” publici*, con lo cual pasó a la historia como el primer observador telescópico del satélite.

Leonardo y otros habían advertido sobre la técnica de la refracción para aumentar el aspecto de un objeto. Por ahí leí que los aztecas conocían las fases de Venus, advertidas en Europa a inicios de siglo XVII. Parece que aquellos cultos seres se valieron de hermosos estanques para contemplar el firmamento; esos espejos de agua son los llamados nefroscopios. Acaso con obsidiana tallada componían una batería magnificadora.

En definitiva, Galileo nos regaló sus libros para gozo de los lectores, cuatro siglos posterior a su imprenta, pues su prosa es notable. Tuvo la deferencia y acierto de escribir en lengua vulgar y no en latín, de modo que, apenas publicado, su opúsculo se vendió cual best-seller, si me perdonan el insulto.

En Sidereus Nuncios o Mensajero de los astros, el padre de la ciencia nos cuenta su regocijo al aventurarse al cielo mediante esas lentes que fabricó en base a los catalejos mencionados.  Cuenta allí sobre la miríada de estrellas que teñía la galaxia -por primera vez las manchas blancas de la Vía Láctea eran resueltas en estrellas-, sobre los accidentes lunares -anfractuosidades, dijo- y sobre las oportunas y tristes estrellas Mediceas.


Los satélites de Júpiter fueron nombrados Mediceos en honor al duque de Médicis, soberano de su tierra. Las deducciones que publicó el florentino sobre estos astros que orbitan en torno a Jove contradecían los libros de ciencia de la escuela aristotélica, imperante en aquellos años oscuros. Los doctos negaban tal prodigio y acusaban a Galilei de haber trucado sus vistas con artilugios ocultos dentro del telescopio. El libro es imperdible y voy a hablar ahora de cómo midió Galileo la altura de las montañas de la Luna. Por cierto, algo muy sencillo que puede hacer cualquier alumno de escuela.

Aquí debiera escribir como acostumbra Paenza:
Ahora es su turno, la respuesta sigue abajo pero si se esfuerza seguro que lo logra, y se sorprenderá al comprender que esto, medir las montañas de la Luna –o, al menos, deducir el método que logra tal cota- ¡también es hacer matemática!

Galileo miró la Luna y, en especial, como uno de nosotros, se concentró en el terminador, la franja que divide el día de la noche sobre el satélite. Al hacerlo, advirtió que en la zona oscura aparecían “de la nada” pequeños puntos de luz, y que esos puntos, con el paso de las horas, iban aumentando su área, hasta que esta se unía al claro aspecto luminoso de la cara visible. Esos picos de luz, rápido se completaban como montañas. 

Escribió el Hombre censurado por la Iglesia:
¿Acaso también en la tierra no vemos iluminarse primero los picos de nuestras montañas, aun cuando el sol está bajo del horizonte, y no crecen estas áreas iluminadas desde el pico a la base conforme el día avanza…?

En lo actual, sabemos que la Luna tiene montañas, valles, cráteres, mares, fallas, planicies, pero en la época del Genio los libros decían que los astros estaban compuestos de una materia pura, incorruptible y que estos no presentaban deformidad alguna. Antes de sonreír ante tales decires pensemos en cuántos conceptos actuales niegan otros que hasta hace unos lustros eran verdades absolutas. El hombre es un niño que juega en la arena frente al mar de la ignorancia; cada tanto, una caracola, un bivalvo, una alga aparece sobre la playa, pero lo que ignoramos es infinito**.


Las medidas del cielo y el tamaño los astros siempre estuvieron al alcance de la mente humana. Aristarco acotó la distancia Tierra-Luna con el apoyo de las complejas y únicas herramientas siguientes:
1 palo, 1 cuerda, 2 ojos, 1 cerebro.
Desde entonces se conoce su tamaño proporcionado a la figura de la Tierra.

Galileo observó esos puntos de luz aparecer en la nada negra de la Luna y aguardó hasta que vio la base de la montaña (en fase creciente). Estimó la proporción que esa distancia cubría sobre el limbo lunar y –merced las bondades de los triángulos- concluyó que las montañas de la Luna eran mucho más altas que las de la Tierra -aseveración correcta si tenemos en cuenta que entonces no se conocía la existencia de los Andes ni del Himalaya.

Cuando allá arriba les invité a imaginar un método para medir la altura de esos riscos, pensé en lo que sigue:

1- La Luna gira sobre sí –en relación al Sol- en 29 días.
2- Conozco su diámetro, es de 3474 km.
3- Mido el tiempo necesario para que, aparecido un pico en la oscuridad previa al terminador (en fase creciente), vea yo la base de tal pico transformado en montaña.

Con estos tres valores puedo medir cualquier altura de un accidente lunar.

Vuelvo a mi amigo Paenza:
¿Quiere seguir usted, ahora? Haga el esfuerzo… demuestre de una vez por todas que mi trabajo es superfluo… Calcule, por ejemplo, entre mate y mate ¿cuánto mide una montaña cuyo pico ha sido visto brillar dos horas antes que su base?

Desarrollo: 

El radio lunar (OE); la distancia desde el terminador al pico iluminado que observo (ED), y la distancia desde el pico iluminado al centro de la Luna (DO) forman un triángulo rectángulo.

Como tal, conocido uno de sus lados y sus ángulos, puedo determinar cualquiera de sus lados incógnita, en especial el lado “puntadelpicoiluminado-centrodelaluna”, lado qué, por ser el mayor, llamaré hipotenusa y en la figura de abajo figura como semirecta DO.

Entonces, si imagino que existe un ángulo (α) desde el cual el terminador se aparta de la recta imaginaria que une la punta del pico con centro de la Luna, y si recuerdo que entre todos los infinitos triángulos posibles existe una ley que rige sus proporciones en función de sus ángulos, eso tan sencillo que en la escuela llaman trigonometría, tendré qué:

Hipotenusa DO: altura de la montaña + radio lunar.

Cateto opuesto ED: distancia desde el terminador al pico iluminado.

Cateto adyacente (OE): radio lunar


El radio lunar lo conozco, es 3474 km/2 = 1737 km.

El ángulo alfa por ahora es una incógnita pero muy pronto puedo averiguarlo:

Si la Luna gira sobre sí en 29 días, tengo que un punto cualquiera gira 360° en 29ds.
Es decir: 29 ds x 24hs = 696 hs
Luego, si 360°/ 700 = 0,51°/ hs
1° de giro lunar se cumple en 2 hs.
Luego, para averiguar cuánto mide el ángulo interno alfa tan solo tengo que contar cuántas horas necesita un pico iluminado (punto D) en transformarse en base de montaña (punto B).

La fórmula que sigue arroja la altura DB de la montaña:

Coseno α=  cat adyacente / hipotenusa

Cos α= OE / OD
OD = OE / cos α
Altura de la montaña (h) = BD = OD – OE
Si tomo por ejemplo 1 grado para el ángulo alfa, tendré que Cos 1° = 0,99985

Luego:
0,99985 = 1737 / OE + h
OE + h = 1737 / 0.99985
OE + h = 1737, 260 km.

De donde
 h = 260 metros.

Por supuesto, puede acortarse el cálculo con vericuetos trigonométricos; la altura h de la montaña es el radio lunar x el complemento del valor coseno de alfa a la unidad (no sé cómo se llama esta relación): 1737 km x 0,00015 = 0,260 km

Esto me deslumbra, mediante unos pocos símbolos el hombre accede a lo imposible:

¡Medir las montañas de la Luna!



*Vine, vi y vencí, es frase famosa de Julio César al respecto de su victoria en la batalla de Zela.

**La figura de un niño que juega frente al mar como metáfora del conocer –o de ignorar- es de Newton y me parece genial. La arena favorece figuras sobre el infinito y los límites de la partición; en especial me atraen el Contador de Arena, de Arquímedes y El Libro de Arena, de Borges.

1 comentario:

  1. Daniel Julián Checa
    Sergio, no voy a perderme esta oportunidad de felicitarte una vez más: Decididamente, la difusión de la astronomía y del maravilloso esfuerzo humano por desentrañar aquello que la naturaleza nos regala, para deleite e interpelación permanente, es lo tuyo. O al menos, aquello que para mi gusto haces de un modo tan eficiente, como inobjetable (histórica y cientificamente). Asequible y a la vez, con una rigurosidad adecuada. Siempre un placer leerte en estos temas. Gracias por tus publicaciones.

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